Capítulo 1: La Subasta de las Sombras

Categoría: Romántico Autor: SexyDog Palabras: 1571 Actualizado: 25/04/16 19:24:23
El eco de los tacones de Irene retumbó en la bóveda del siglo XV, sus reflejos carmesí chocando contra los arcos ojivales teñidos de musgo. El corsé de encaje negro -demasiado ajustado para ser casual- le mordía las costillas al ritmo de su respiración entrecortada.

"El Sr. Salgado detesta la impuntualidad", masculló Marta desde la penumbra, sus manos enguantadas de cuero blanco sosteniendo un relicario bizantino. El perfume a azufre y nardos de la mujer se mezcló con el olor metálico de las cadenas que colgaban del techo abovedado.

Irene tragó saliva al divisar la puerta blindada al fondo del corredor. Sus uñas -pintadas de negro azabache- se clavaron en el manuscrito aljamiado que llevaba como escudo. "Solo es otro trabajo", se repitió mientras las cámaras termográficas parpadeaban en rojo sobre su nuca, registrando cada gota de sudor que resbalaba entre sus pechos.

La cámara acorazada emanaba un frío antinatural. Víctor Salgado emergió de entre las sombras como un felino de traje hecho a medida, sus ojos gris tormenta escaneando cada temblor incontrolable de las manos de Irene.

"Tiene cinco minutos para autenticar esto", su voz era suave como seda envenenada. Con un gesto brusco, destapó un cofre de caoba tallado con dragones qing. En su interior, sobre terciopelo carmesí, latía un collar que parecía forjado en las entrañas del infierno: eslabones de platino retorcidos como raíces envenenadas culminaban en un zafiro estriado. La gema -del tamaño de un huevo de codorniz- albergaba en su centro una fisura pulsátil que atrapaba la luz como herida abierta.

Irene contuvo un jadeo. Su dedo índice acarició la superficie cristalina, detectando las microscópicas marcas de cincel bajo la lupa de aumento. "Es el Zafiro de las Lágrimas Perdidas... pero eso es imposible, se lo tragó el Mediterráneo en 1523".

Víctor esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. Antes de que pudiera reaccionar, le rodeó la cintura con un brazo de hierro, sus dedos enguantados deslizándose bajo el borde del corsé. "Su madre necesita diálisis, ¿verdad?" El aliento frío en su oreja hizo erizar los pelirrojos vellos de su nuca. "Póngase esto o su próxima consulta médica será en la morgue".

El cerrojo del collar se cerró sobre su garganta con un clic siniestro. El metal helado le quemó la piel mientras Víctor la empujaba hacia un espejo biselado. Su reflejo la golpeó como un puñal: el rojo furioso de su cabello contrastando con el azul eléctrico de la gema, sus pupilas felinas dilatadas por el pánico. Parecía una santa mártir en un retablo barroco.

"Respiración superficial", murmuró Víctor ajustando el broche con falsa delicadeza. Su pulgar rozó la arteria carótida palpitante. "El ritmo cardíaco ideal para... entusiasmar a nuestros clientes".

La sala de subastas era un híbrido perverso entre capilla medieval y laboratorio futurista. Hologramas de códices iluminados flotaban sobre mesas de obsidiana, mientras los compradores anónimos -enmascarados con caretas de commedia dell'arte- susurraban en idiomas que olían a petróleo y guerra.

El árabe del anillo fatimí se acercó primero. Sus dedos engrasados palpitaron sobre el zafiro mientras Irene recitaba el guión aprendido: "Extraído de las minas de Merelani, tallado en Venecia durante el..." Una mano se deslizó bajo su falda.

El sonido del cristal estrellándose contra el mosaico nazarí cortó el aire. Irene había golpeado un jarrón Ming con el codo, sus ojos dorados brillando con fiereza felina. "Tóqueme otra vez y le arranco los ojos con mi tacón de aguja", escupió en un catalán cargado de rabia campesina.

Risas ahogadas recorrieron la sala. Víctor alzó una mano enguantada y el silencio cayó como guillotina. "Disculpen el espectáculo", dijo mientras arrastraba a Irene hacia un nicho oculto tras un tapiz flamenco. Su palma se cerró sobre su boca para ahogar los improperios. "Cree que es valiente, ¿eh?" Sus dientes blancos brillaron en la oscuridad. "Mañana mismo podrían desconectar a su madre de ese ventilador que mantiene sus pulmones podridos funcionando..."

Irene mordió el guante hasta sentir el sabor a sangre. Víctor soltó una carcajada gutural y la lanzó contra una vitrina de relojes astronómicos del siglo XVIII. El cristal blindado se estremeció bajo su impacto.

"Termine la función", ordenó limpiándose la herida con un pañuelo de seda que luego dejó caer al suelo, manchado de carmesí. "O disfrutaré rompiéndola pieza a pieza".

Al regresar a la sala, algo cambió. Irene caminó hacia el centro del haz de luz como una condesa hacia el cadalso. Su risa -fría y cristalina- heló la sangre incluso al sirio que escondía un cuchillo jambiya bajo su traje.

"Este collar", comenzó, acariciando el zafiro con fingida devoción, "contiene 742 inclusiones de hematites. ¿Saben qué las hace brillar así?" Hizo una pausa dramática, su silueta recortándose contra el vitral modernista que filtrada la luna en fragmentos azules. "Cada partícula fue pulida con el fémur de un niño minero congoleño".

El escándalo estalló como granada. Víctor se irguió junto a una estatua de San Jorge, sus dedos tamborileando sobre la empuñadura de oro de su bastón -que escondía una hoja de acero toledano-.

En el caos, Irene aprovechó para deslizar un pendrive en el bolsillo del comprador japonés que olía a yodo y mentol. El dispositivo -entregado por un mensajero anónimo días antes- contenía sólo tres palabras: "Encuéntrame en Park Güell".